A pesar de que hayan pasado semanas, meses y años. A pesar
de que hayas olvidado. A pesar de que no creas que volverás a cruzarte con él…
El pasado siempre puede sorprenderte cuando menos te lo esperas. Y en mi caso, no es diferente.
Meses habían pasado desde la
última vez que intercambié palabras con las imágenes y fantasmas de los buenos
momentos que pasé. De los viejos tiempos. Pero al parecer, no eran tan viejos
como creía, o eso me dio a entender cuando ese fantasma volvió a aparecerse. Me
abrazó, se rió y me invitó a bailar,
como las primeras veces que coincidíamos en el club social. Yo no tenía
palabras, pero no a causa de mi gozo, precisamente. En ese momento se proyectaron en el pequeño cine
de mi mente los últimos recuerdos que tengo sobre nosotros. Mi rabia aumentaba
medida que reconstruía los hechos; tenía ganas de recordarle quién era yo y de
preguntarle qué clase de chiste era este. Sin embargo, mi furia se fue
desvaneciendo cuando empecé a fijarme en lo que tenía delante. Ojos rojos,
rostro descolorido, hasta las cejas de alcohol y fumando un porro mal hecho.
Sentí pena. Pero esa pena me reconfortaba por dentro. Pensé que no merecía la
pena enfadarse por algo como el pasado, y sobre todo este tipo de pasado. Decidí
seguirle un poco el rollo e irme. Se me ocurrió que podría dedicarle unas
palabras en un futuro, para recordarle que, de entre todas las personas que
estábamos alrededor, a una le pareció tan chocante lo que hizo, que la ignoró
por completo. Entonces me dí cuenta de que elegí el buen camino.
Puede que el recuerdo muchas veces haga daño, pero os doy un
consejo a todos: Cuando la parte más amarga de tu pasado llame a tu puerta, no
le tengas miedo. Ábrele, mírale bien a los ojos y verás lo que son en realidad
para ti.