lunes, 2 de julio de 2012

La Bahía


Frío. Una ventisca en forma de escalofrío entró en su cuerpo sin previo aviso, sin ninguna necesidad de llamar. Las razones por las que dio el paso no las recordaba nítidamente, pero lo que era seguro es que allí estaba, en las profundidades marinas que tiempo atrás  investigaba con regularidad. Sus investigaciones se basaban principalmente en descubrir nuevas especies anfibias, en un intento de saber un poco más sobre el mundo, y conocerse mejor a sí mismo.

Sin embargo, la razón por la que se encontraba en aquel lugar era diferente. Las fascinantes criaturas marinas pasaban por su lado, iluminadas por una luz cenital que dejaba entrever la trágica escena que ocurría en aquella bahía de San Francisco. Estaba atrapado, pero al mismo tiempo sentía una libertad que rara vez experimentó en su vida, condicionada por las modas, las ideologías y por el control de los entes intocables de arriba.

Su cuerpo levitaba sin más y el agua salada arrugaba sus carnes. Nunca se había sentido tan vivo. La pena que arrastraba durante años pesaba mucho más que el cemento que encerraba sus pequeños pies, y que apresaba su propia alma. Por un momento olvidó los versos sueltos, los gritos sin sentido y los suspiros que adornaban su existencia, y lo que vio fueron unos grandes ojos verdes, que en realidad eran azules, achicándose amablemente. Aquel gesto liberó la anestesia,  y dejó fluir la embriaguez del sueño eterno, del inalcanzable despertar.