-¡Otra
vez no! ¡Mierda!
Ocurrió lo que más temía que ocurriera. Exacto,
no me sonó el despertador. Maldije mi suerte un par de veces y volqué mi maleta
encima de la cama en cuyo colchón se podían apreciar unas sospechosas manchas
amarillentas, fruto de alguna vomitera de domingo después de una noche
desenfrenada. Pero el estado de aquella cochambrosa habitación de hotel no era
el mayor de mis problemas. Se supone que debía encontrarme en el conservatorio
de la ciudad a las doce en punto y ya llevaba 5 minutos de retraso. No es mucho
si piensas que sabes el camino y que está a dos manzanas de la estancia. En mi
caso, no sabía ninguna de las dos cosas. Intenté dejar mi mente en blanco
mientras me ataba la rosada corbata que en tantas ocasiones me había acompañado
en mis charlas sobre la interpretación de música medieval. Se podría decir que
era una especie de amuleto. Y es que en ese momento necesitaba mucha suerte.
Salí
disparado del hotel y me dirigí hacia donde alcanzaba mi vista. No tenía un
rumbo fijo, así que me limité a correr por donde me decía mi instinto. No
importaba la calle, si estrecha o grande, solo corría y corría como si mi vida
dependiese de ello. Llegó un punto en el que reduje el ritmo, hasta parar
exhausto. Miré a mi alrededor y vi que me encontraba quizás en el sitio menos
indicado donde pueda encontrarse un conservatorio. La calle hablaba por sí
sola: carreteras angostas, pintadas con mensajes obscenos y violentos y un niño
arapiento jugando en el portal de un edificio cuya fachada se evaporaba por
momentos. Entre todo este panorama, divisé una taberna al final de la calle y
me dispuse a acercarme, para preguntar por el dichoso conservatorio.
Me asomé
desde la entrada y la apariencia del local no me sorprendió ni un poco. De
acuerdo con mis pronósticos, el aspecto era similar al del exterior. Entré por
fin a aquel antro poco iluminado y pequeño y no encontré a nadie en la barra.
Observé si había alguien en la sala y me percaté de que había un señor, de
entrada edad, sentado en la mesa más alejada. Tenía el pelo blanco, barba de
unos tres días y los ojos vidriosos. Mostraba unas mejillas ligeramente
enrojecidas, que relacioné con el vaso de vino que se estaba tomando
tranquilamente. Me acerqué al hombre y pregunté con cierto reparo:
-Hola buenos
días, ¿sabe usted dónde se encuentra el conservatorio local?
Al hombre de
repente se le iluminó el rostro, como si fuese la primera persona que veía en
semanas. Con ímpetu me contestó:
-Por
supuesto hijo, y con gusto te lo diré. Pero, ¿por qué no te tomas un vasito de
vino conmigo mientras?
-Lo siento,
pero no tengo tiempo. –Respondí con decisión.
-¿Cómo? –Contestó
extrañado el señor- ¿Te ofrezco mi tiempo y tú no lo aceptas? ¿Acaso tu tiempo
es más importante que el mío?
Aquella
frase sonó en mi cabeza como si la hubiesen amplificado. Miré al hombre que, me
devolvía la mirada esperando una respuesta, con una sonrisa de convicción que
le ocupaba gran parte del rostro. “Puede que haya encontrado algo importante”,
pensé, “quien sabe si lo volveré a encontrar”. Me quedé en silencio unos
segundos, miré el reloj para ver qué hora era y mostré la primera sonrisa del
día. Finalmente contesté:
-Si es tan
amable, ¿podría sacarme un vaso?