Me asomé por la ventana del tren, que iba a toda velocidad
por las sinuosas vías de lo desconocido, y solo vi oscuridad. Un precipicio en
el que dichas vías acababan como si alguien a capricho las hubiese borrado del
mapa. Me temía lo peor. Y ella también.
El intercambio de miradas fue electrizante. De repente
pasaron por delante de mis ojos, como si de un celuloide se tratara, todos los
momentos vividos a su lado, reparando más en los que habían acontecido más
recientemente. No quería que se acabase. No ahora que estábamos disfrutando de
lo mejor. Unas leves turbulencias agitaron el tren, aviso de que el tiempo se
acababa. Reparé en ella, y vi una tímida lágrima se precipitaba por su precioso
rostro mientras me sonreía, transmitiendo compasión; una compasión que se me
clavaba dentro… Muy dentro. En medio de esta tormenta de dolor e incertidumbre,
me abrazó como nunca lo había hecho, tranquilizándome con su calor. Entonces
comprendí que debíamos salir de allí, que había que saltar. Y eso hicimos,
después de accionar el freno de emergencia.
Caí sobre una calle desierta, sin el gentío que la
caracterizaba. Me incorporé, y con los ojos de vidrio, emprendí el camino de
vuelta no sé muy bien a dónde. En el trayecto vi colgadas en las fachadas de
los edificios fotografías de nosotros dos, acompañadas de papel marcado con
tinta; la tinta que escribió nuestra historia. Sentí amargura y melancolía,
como si hubiesen pasado, no cinco minutos, sino años desde que dejamos huella
en aquellos lugares, que se habían convertido en pequeños santuarios.
Y por fin llegué al punto de partida: la estación de tren.
Una especie de vestíbulo que fue mi hogar durante años y que por suerte o por
desgracia ya no recorro tan a menudo. Me senté en el borde del andén, con los
pies colgando, esperando a que pasase algún vagón que me ofreciese una plaza
hacia algún destino sugerente. Pero mi atención pronto se centró en otro punto.
En frente de mi estaba ella, sonriéndome, como el primer día que lo hizo. Me
quedé perplejo unos segundos, pero no pude evitar que se escapase es risa
tímida que me produce verla sonreir.
“¡Viajeros al tren!”, se oyó al final de la estación. Los
dos nos levantamos y al fin pudimos contemplar cómo una locomotora se abría
paso entre la luz de un nuevo amanecer.
Llevaba algunos minutos meditando qué poner y cómo hacerlo... pero me has dejado sin palabras, sin aliento.
ResponderEliminar"Será obra de estos amaneceres que no dejan de sucederse y colarse entre las paredes, ahora sí adornadas, de nuestros días"
Gracias