Aquel hombre cerró los ojos y, por un momento, pudo ver
desfilando a todas las mujeres con las que había compartido momentos íntimos y
con las que había pasado todos los 14 de febrero que alcanzaba a recordar.
Todas ellas parecían estatuas de porcelana, frías como la nieve y estáticas; sin movimiento. La mayoría de ellas carecían de rostro, pues el desamor y los
grandes esfuerzos por cortar de raíz el sufrimiento del pasado, habían
provocado que suprimiese de su memoria todo signo que pudiese recordarle a ellas.
Abrió los ojos y se encontró él solo, en una calle desierta,
sentado al borde de la carretera, viendo el viento pasar. Una lágrima brotó de
sus ojos y se precipitó al asfalto, dando comienzo a un llanto que entristeció
hasta a los pájaros que revoloteaban alrededor. De repente, ese llanto se fundió con otro sonido,
realmente parecido y de una belleza superlativa. Sus lágrimas se secaron de
pronto y sus oídos quedaron prendados con aquella melodía. Se trataba de un
violín, que estaba siendo tocado por un señor
de avanzada edad, a pocos metros de él. Ante aquella sensación de
melancolía que le provocaba el instrumento, se levantó y fue corriendo a la
tienda de música más cercana.
Cinco minutos más tarde, el hombre salía por la puerta de la
tienda con un violín sobre el hombro, haciéndolo sonar suavemente, frotando la
crin de caballo contra aquellas finas cuerdas, que emitían un sonido tan
embriagador, que hasta Cupido sintió que el corazón se le ablandaba. Y es que
aquel hombre había encontrado una nueva razón por la que sonreír en aquel día
de San Valentín: la música.
No hay comentarios:
Publicar un comentario